
Se derrama sangre como si la globalización también se tratara de matanzas. Quizá las utopías tenían cabida porque no existía la televisión, ni la radio, ni la internet; y no sabíamos de las rojas realidades que tambien cercan a otros pueblos. Israel está matando lo que le queda de judio a su población. Una historia de terror, perseverancia y extraños sucesos se está echando a la borda gracias a los bombardeos que se justifican como un discurso casablanquero: guerra al terrorismo.
No quiero meterme a definir lo que significa esta expresión, pero estoy seguro de que muchos inocentes de Gaza saben en estos momentos lo que es el terror.
Plácidamente podría sentarme en mi cama a pensar que la tranquilidad que poseo se debe a que la violencia está en otros lugares o le sucede a personas capaces de meterse en los caminos donde transitan las balas y piensan que las cabezas cortadas son signos viables. Podría comenzar mi lectura aplazada de Ivanhoe, ver algún partido en ESPN (siempre hay) o simplemente jetearme. Pero no. La cercanía de la violencia nos ha golpeado a todos, ninguno se salva. Las ejecuciones de rutina son nuestro testamento y la vileza del espéctaculo mediático nuestro espejo, un cristal lúcido. Me pregunto para qué nos sirve la poesía, el cine, el futbol, las buenas novelas, el saxofón, el rock, el honor, el olor de una mujer, la sinceridad de los amigos, el whisky, el tequila, la cerveza, el abrazo de mis padres, las buenas calificaciones, una canción de los Beatles, un viento poderoso. De que nos sirve si un buen día, un hombre puede mostrarnos su cuerno de chivo con inscrustaciones de diamantes y lanzarnos una ráfaga como si fuera una pelota: ¡Cáchala mi cuate!
Entonces voy al ropero y me pongo el saco de la rabia, esa prenda que se usa cuando hay desaparecidos y llantos de padres sobre cuerpos ensangrentados de cinco años. Nos queda la verguenza, Dios y la rabia. A veces ni la verguenza.