He releído con placer el ensayo de Rafael
Lemus Contra la vida activa y sigo
confirmando su actualidad y pertinencia.
Aunque breve, es potente; esa
misma brevedad va de la mano con lo que propone: una ética basada más en
penetrar la vida que en controlarla, una cultura cuya base sea la verdadera
transformación de lo real a través de la contemplación. Pero Lemus no retoma el
cliché que considera la atenta mirada al mundo, a las personas o al arte como
una experiencia reveladora de belleza. No; se corre el riesgo de que no se nos
revele nada, de que nos aburramos o de que lo mostrado sea fangoso, terrible o
abrumador. La proposición bien podría ser una apuesta por la quietud, y es que
el principal enemigo del autor es el movimiento.
No es ya la búsqueda del éxito nuestro gran
discurso, ahora es la actividad sin pausa pues no depende de ningún sistema
político ni económico, ni de posturas morales o religiosas: “Multitudes se
organizan y marchan y demandan todo salvo tiempo libre. La derecha, criminal,
explota y enajena. La izquierda, no menos carnicera, exige más empleos, mejores
salarios, grilletes de sórdidos colores”
Si acaso lo leen los señoritos trajeados, no
tardarán en darle fustes a este ensayo, enarbolarán sus frases de cornejos
y demás motivadores para convencernos de
su culto a la eficacia, a la productividad, hacernos devotos de la excesiva aceleración.
Pero podemos desnudar su aparente entereza que no es sino su incapacidad para
detenerse a pesar las palabras, los objetos los muchos rostros que a diario
vemos. Imagino de nuevo a los eficientes pensando que esta es una apología del
huevón y del inútil y empezarán a sacar sus manuales para hacer dinero, sus
posgrados y de paso nos darán una palmadita en la espalda. Pocos como Lemus han
fatigado nuestra literatura actual, pocos con su vigor crítico y su entusiasmo,
pocos que arremetan como él contra nuestra política cultural. Porque la cultura
tampoco se salva de esta infección: “Supongo que ya notaba la vulgar tendencia
a hacer de la literatura un entretenimiento y del entretenimiento, una manera
de degradar el ocio”
Atrás quedo el homo ludens de Huizinga, ahora hasta nuestro tiempo libre debe ser
eficaz, las emociones adecuadas, el exabrupto medido, la aventura dosificada.
No está hablando el autor de una parálisis, está hablando del verdadero
esfuerzo, de la disciplina auto impuesta no de la ética empresarial que se nos
quiere vender como filosofía de vida: “reconocer que la realidad basta, e incluso sobra, y que, en vez de adornarla
con más objetos, sería mejor acotarla, condensarla, intensificarla. Aceptar, en
suma, que estar aquí, entre los otros y las cosas, es trabajo suficiente,
demasiado trabajo”.
De nuevo veo a los esforzados reclamando la
“mentira” de este texto. Sacan sus cifras y sus calculadoras y me restriegan
que yo escribí esto en una computadora de una compañía cuya ética corporativa
está plenamente reconocida. Se les olvida que yo antes lo escribí en papel y
tengo la opción libre de comunicarlo sin el uso de la tecnología y que lo que
califican como progreso no son sino pequeños pasos tambaleantes dados por
organizaciones financiadas para correr maratones. Contra la vida activa no plantea nada que no se haya dicho antes en
la páginas de Russell, Sheridan, Zaid o un más accesible Quino, pero si el
ejecutivo que humilla a sus subordinados para ascender de puesto no se calla en
todo el día, no está de más remachar argumentos contrarios, quizá los escuchen
a pesar de que anden todo el día con
prisa.